lunes, 23 de diciembre de 2013

Cuando compartes un problema, el dolor es menor.

Y me sentí tan inmensamente débil. Me sentí  tan pequeñita enfrente de ese gran problema que me consumía por momentos. Me sentí indefensa ante la avalancha de sentimientos que inundarían mi cuerpo en tan solo unos segundos. Me sentí realmente extraña, rara y, difícilmente, feliz. Me sentí desahogada. Y, ¿por qué no? Un poco más tranquila. Porque cuando cuentas un problema, duele un poquito menos. Cuando sueltas todo eso que tienes dentro, el dolor es compartido. Y quería que me entendieras. Me encantaría que pudieras entenderme. Querría decirte que esto tiene un motivo. Pero no puedo. No hay motivo. Ni siquiera razón o argumento por el cual las noches pasan mientras yo solo lloro.

No sé. Quizás es solo cuestión de tiempo. De meses. De días. De semanas. De horas atada al reloj. Esperando que el sufrimiento sea menor. Esperando, sentada, la felicidad. Por si toca la puerta. Por si se cuela por la ventana. Por si aparece un día cualquiera. Por si decide volver y arreglar el desastre que habita en mí desde que se fue. Aquel día. Aquel extraño día en el que la sonrisa dejó paso a las lágrimas.

A veces pienso que con una caricia sería suficiente. Luego la recibo y me sabe a poco. A veces una sonrisa consigue cambiarme el humor. Pero cuando esa sonrisa me abandona, no está a mi lado, la tristeza vuelve a mí. Y creéme, más ganas que yo de que esto termine no tiene nadie. Nadie sabe las ganas que tengo de sonreír. De meterme a la cama sin pensar cómo terminaré. Sin tener miedo a despertarme cada mañana por lo que ocurrirá cada noche.

No sé. No quiero que nadie piense por mi. No quiero que nadie me haga reír. Porque sus intentos serán en vano. Porque esto es solo pasajero. Porque esto no tiene remedio. Pero tendrá fin. 

1 comentario:

  1. Me encanta. Me encantas. Me encanta tu blog. Todo.
    Me siento identificada con muchas de las entradas.
    Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar